MEDITACIONES A LA SOMBRA DEL CASTILLO (I)
“Más que un hombre, un ideal”
Justamente por el carácter impersonal o despersonalizado de la victoria de Castillo, lo que pudiese hacer el hombre, el político, el Presidente, incluso si se tratase del más flagrante acto de corrupción, no afectaría la idea que, en mente y corazón de sus electores, siempre será inmaculada. Castillo, entonces, fue y sigue siendo beneficiario de una ceguera que sus votantes, de reflejo y pensamiento similar, se autopermitió.
En términos ideales –en que gran parte de la ciudadanía creyó con entendible ilusión–, cuando Pedro Castillo asumió democráticamente la Presidencia del Perú, no solo lo hizo a título personal, ni tampoco, siquiera, a título del partido político que posibilitó su candidatura. En teoría, siempre hubo algo más como motor de su política.
A lo largo de su intensa campaña hacia Palacio de Gobierno, el profesor cajamarquino no dudó en prometer, sin cansancio, que su gobierno representaría, defendería y reivindicaría, sobre todo, a los sectores sociales menos favorecidos en el país, de donde él mismo provenía. Se refería, como se sabe, a los ciudadanos del “Perú profundo”, a las personas del campo, mayoritariamente humildes, a quienes el Estado siempre ha sido una entidad ajena y distante, y muchas veces, incluso enemiga.
El 28 de julio de 2021, capitalizando su intensa misión, Pedro Castillo asumió el cargo más importante del país. Y al hacerlo transmitió un mensaje bastante claro, que traduzco en sus términos ideales, no necesariamente reflejados en la realidad: que quien se estaba convirtiendo en Presidente era, por fin, luego de más de doscientos años de independencia, un verdadero hijo del pueblo. Uno que conoce, y de primera mano, la pobreza; que la ha enfrentado con educación en las zonas más recónditas de nuestras latitudes. Que, a pesar de todas las fuerzas en contra, le había ganado, y válidamente, la contienda política a las empresas transnacionales, a los grandes intereses económicos que dirigen, desde siempre, pero subrepticiamente, los destinos del país. Que la provincia había llegado, y para quedarse, a Lima, para desinfectarla de su crudo centralismo, y para recetarle todo lo necesario para que, en un país inmensamente rico, no haya más pobres, nunca más.
Es difícil no dejarse seducir ante un mensaje de tal poderío. Especialmente si, como el propio Castillo, uno es provinciano, y ha padecido el innegable centralismo que, en el Perú, ha atentado contra el desarrollo de la provincia, tanto a nivel material como espiritual.
Ahora bien, si además de lo anterior, uno es pobre, rural, y viste con normalidad el sombrero de paja cada día mientras va a la chacra a trabajar la tierra, o a tratar a los animales, uno no vio, durante la campaña, un hombre más en Pedro Castillo. Uno pudo terminar viendo a un auténtico mesías. Una suerte de profeta, hijo del campo, que devolvería el país que les fue desposeído desde tiempos inmemoriales, y que les devolverá, al mismo tiempo, la dignidad tan desconocida por los poderosos de la capital.
El poder de una promesa de tamaña envergadura, y la posibilidad cierta de verla hecha realidad, y en el corto plazo, es sencillamente inconmensurable.
En el imaginario de sus electores, entonces, Pedro Castillo nunca fue solamente Pedro Castillo, el hombre. El cajamarquino, desde el primero y hasta el último de sus días en la Presidencia, llegó a representar, y con tangible solidez, una idea, una imagen, un prototipo del peruano que votó por él. Así, en Palacio de Gobierno, Castillo fue un espejo en donde se veían reflejadas, por un lado, las legítimas denuncias y reclamos; y, por otro, las candentes esperanzas, en ambos casos, de quienes justamente le dieron, ilusionadamente, su confianza.
Precisamente por ello, daba igual –y en verdad, sigue dando igual para muchos– qué hacía Pedro Castillo en Palacio, pues, en realidad, no se votó por él; se votó por lo que él representaba: una ilusión construida a base del más férreo idealismo.
Según veo las cosas, los votantes del profesor le dieron la confianza a una abstracción, a una promesa, a un finalmente satisfecho sentimiento de revancha. Incluso, podría decirse, a un prejuicio positivo a favor del hombre del campo (“humilde”, “honesto”, “izquierda renovadora”), en contraste con el evidente prejuicio negativo contra la así llamada Señora K. (“política de derecha”, “conservadora”, “fascista”, dictadora”).
Justamente por el carácter impersonal o despersonalizado de la victoria de Castillo, lo que pudiese hacer el hombre, el político, el Presidente, incluso si se tratase del más flagrante acto de corrupción, no afectaría la idea que, en mente y corazón de sus electores, siempre será inmaculada. Castillo, entonces, fue y sigue siendo beneficiario de una ceguera que sus votantes, de reflejo y pensamiento similar, se autopermitió.
Es más, que se autojustificó: “¿cómo alguien que entiende mis problemas, que los ha padecido en carne propia, y que, finalmente, puede resolverlos, me daría la espalda? Eso es inconcebible. No sucederá.”
Inocencia, simpatía y compañerismo alimentaron esta, en principio, válida inferencia. No puedo criticar a quien, de buena fe, la forjó, y con orgullo, la aplicó en la realidad, pues quien por mucho tiempo ha padecido sed, no dudará en beber cuando encuentre agua. Es una necesidad espiritual la de sentirse reivindicado, representado, defendido.
Se reitera, entonces, que Pedro Castillo, al asumir la Presidencia, hizo suyas las más profundas esperanzas de gran parte del país, que, justamente por su precario estado, encontró en el profesor la solución definitiva a sus problemas (no se sabía muy bien cómo lo haría, pero sí que eventualmente haría todo lo que prometió), una solución que cayó del cielo, como un milagro. Y al milagro, uno no lo intenta explicar, solo se lo reconoce, y se lo agradece.
Esa gran parte del país, sin embargo, es ciertamente especial; o, mejor dicho, su situación, sus necesidades, su idiosincrasia. Ese “Perú profundo”, muy distinto al capitalino, y aun al norteño, puede jactarse, y con razón, de haber sido por mucho tiempo víctima de un Estado ajeno y lejano. Ahora, que finalmente se tiene a uno de sus representantes –es curioso que Castillo, siendo norteño, haya causado una identificación notable en el sur– en la cúspide del Estado, que lo ha logrado dominar, las cosas “tienen que cambiar”… a como dé lugar.
Esta es la segunda clave para entender la actualidad del Perú: las características de la sociedad que apostó por la idea que Castillo representaba.
Sin embargo, sobre ella habré de referirme, ampliamente, en la segunda parte de esta entrada.